Hay días en los que la hija de puta te oprime y da la
sensación de que una mano gigante te estruja de tal forma que no para hasta que
consigue que tus lagrimales estallen, sientes una especie de comezón interior
que te aprieta contra el asiento del coche, te falta el aire, reniegas de las
risas que ves a tu alrededor y darías oro por que todo fuese nada. El final.
En realidad la tengo bastante controlada, consigo que vaya
en el sillón de atrás, cada vez que empiezo un libro, cada vez que compro un
disco, cada vez que veo reír un niño se aleja temblorosa. Es cierto que yo la
he elegido de compañera, yo me he desterrado a setecientos kilómetros de mis
afectos más cercanos y he repudiado a mi único amor verdadero, creando un daño
irreparable, pero no es menos cierto que
al caminar no noto ya casi nunca su aliento en el cogote.
Tras esos días de los que empecé hablando las noches son
mucho peores, sudores, imágenes que no cesan en un frenesí epiléptico y
ansiedad a raudales, también hoy mejor sobrellevada.
La única terapia válida es el despertador, el crono, las
zapatillas y el fresco del rocío en la mañana y correr, correr, correr…. donde
ella, la soledad, nunca pueda alcanzarme.
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