lunes, 7 de febrero de 2011

Las balas perdidas

El club de las balas perdidas no es un club poco selecto, como podría deducirse del nombre. Aquí caben rateros, perdedores y gente de mal vivir pero también azafatas de congresos, bailarines en paro y domadores de hidras venidos a menos, científicos españoles, dromedarios en Alaska y perturbados sin jardines, el lobo de caperucita, Walt Disney descongelado y notarios como el Luisma, rosas sin espinas, chulos de cabaret, estudiantes emancipados, Ronaldinho, el Dalai Lama y las novelas de Hemingway.

Si necesitan una invitación no se preocupen, yo soy miembro fundador, ya que he intentado ser piloto, trapecista, corredor, jerarca, ferritero e incluso guarda forestal, y en todos mis intentos, igual que el poeta metido a cuentista, he fracasado estrepitosamente.
Incluso siendo amante bandido fracasé y me tuve que quedar en bandido, nunca aprendo, necesito no diversificar tanto.

Este año estoy realizando intentos serios por convertirme en persona y salir de este club, pero la verdad es que me han quedado cuatro para septiembre: constancia, genialidad, psicología y autoestima.

A lo mejor el año que viene.

viernes, 4 de febrero de 2011

Sentidos

Es una mezcla extraña entre algo que parece sucio y húmedo y otra cosa que puede ser celestial. Los aromas se revuelven, volviendo locos a los demás sentidos, la vista se colapsa con  las curvas de tu cuerpo, es imposible diferenciar piel de entorno, muslos de sábanas o labios de ojos; tus palabras hacen que el oído se envilezca, llegan directas al fondo de mi cerebro, donde duerme el dragón de la imaginación salvaje.
El gusto campa a sus anchas, prueba sal en tu espalda y azúcar en tus rodillas.
Pero nuestra batalla es el caldo de cultivo perfecto para el tacto, normalmente amordazado, pero que en la refriega se encuentra como pez en el agua, millones de terminaciones nerviosas activándose, percepciones extremas, crematorio de silencios contenidos.
En esos primeros momentos no somos ni nosotros, el cuerpo se escapa del cuerpo, y el primitivo animal que todos llevamos dentro lucha por romper sus ataduras.
Prueba a soltarlo.

Yo soy buen domador.

¿Exámen o control?

Lo siento, no he podido evitarlo, es mundial...


Buen fin de semana a todos!!!!

jueves, 3 de febrero de 2011

Trece

El señorito paseaba por los viñedos a lomos de su caballo negro sin reparar en nada más que en sus propios pensamientos, aquí y allá jornaleros recogían la uva con maestría, rapidez y sutileza.

Amanecía septiembre y el trabajo se repetía como tantos años atrás. Manos descarnadas, riñones doloridos y caras cuarteadas por el sol mezclándose con sudor, sangre y tierra seca, la misma tierra que ese año prometía una cosecha excelente.
Joaquín, el hijo pequeño de Dolores se estrenaba en la vendimia y estaba ilusionado, por fin era alguien importante, llenaba los canastos de mimbre más lentamente que otros chicos de su edad pero con un cariño mamado desde la cuna, “la uva”, le repetía siempre su madre, “es nuestro sustento, hace posible que tengamos un techo donde cobijarnos y alimentos que llevarnos a la boca, no lo olvides nunca hijo mío” , Joaquín era aún un crío, pero no era un tonto, y mimaba los racimos como le habían enseñado.
Ensimismado en su tarea salió hacia las carretas para vaciar su treceavo canasto del día con una sonrisa que le hacía parecer indestructible.

Pero no lo era.

Era sólo un niño, y su cuerpo se quebró con facilidad cuando, por un descuido se metió entre las patas del caballo del señorito; éste, asustado se encabritó y levantó los cuartos delanteros golpeando fuerte en la cabeza al niño, que cayó al suelo sin ruido, con un grito sordo de los compañeros que vieron la escena.

Dolores llegó corriendo por el camino, ahogando el llanto, rezando a cualquier Dios que pudiera devolver el aliento a su hijo. Odio ahogado, cabeza en su vientre, manos en la cara, pero Joaquín no se mueve, los ojillos aún abiertos, su corazón parado y en su rostro una sonrisa, ahora macabra mueca, por entregar su treceavo canasto.

miércoles, 2 de febrero de 2011

Generalidades


Es fatal generalizar, pero el otro día, acompañando a mi jefe en una de sus aventuras acabamos en un taller local, y me dio  por buscar generalidades, no sé si me pasará a mí únicamente, a ver qué opináis.

En estos talleres, huyendo de las salas bien iluminadas y del exquisito trato al cliente que venden las nuevas enseñas de reparación de coches, tipo Norauto o Feu Vert, existen SIEMPRE elementos comunes.
En primer lugar el acceso y aparcamiento cerca de los mismos suele ser bastante complicado, los alrededores de estos talleres parecen algo así como un decorado de alguna peli tipo Mad Max, pero bueno, habiendo conseguido aparcar nos acercamos tranquilos hacia la entrada cuando aparece el primer tópico, el perro.
SIEMPRE hay un perro.
 A veces suelto, a veces con una cadena de unos dieciséis metros, el animal en cuestión suele parecer un pastor alemán o algún tipo raro de mastín, normalmente bastante desmesurado de tamaño, y está en un estado, SIEMPRE, lamentable. El chucho se acerca a husmearnos y es entonces cuando tenemos el primer contacto humano, nada parecido a “buenos días” o “¿en qué puedo ayudarle?” ,alguien, a voz en grito, no se sabe desde qué recóndito lugar del oscuro taller te grita: “No hace nada”, ya, ya sé que hasta hoy no ha hecho nada, pero como le de por hacerlo al animalito…
Superado el primer obstáculo, el perro (que se queda mirándonos de reojillo por si acaso) esperamos como unos cinco minutos en una zona “de nadie” a que venga algún mecánico por lo menos a escucharnos, y al final siempre sale algún chavalote de debajo de algún coche y, limpiándose las manos en el mono, nos escucha sutilmente y nos dice la tan manida frase “eso te lo puedo tener en unos quince días”, es mentira, son como mínimo tres semanas, lo vais a comprobar.
Aceptada por fin la transacción comercial nos dirigiremos con “el encargao” hacia la oficina, siempre al fondo, siempre oscura, no sin antes pasar por las bellas paredes del museo de arte erótico del taller, donde aparecen chicas de todas formas y colores, siempre ligerillas de ropa, desgastadas como si llevasen allí cien años aunque ponga claramente “Calendario vecinitas del 2010”. Estas auténticas maravillas del pop-art están fijadas a la pared SIEMPRE con cinta de carrocero, creando un marco singular, que ríete tú del de la Giocconda.
Finalmente en la oficina “el encargao” nos toma nota, primero, por supuesto aparta de un codazo los siete kilos de papel que decoran una mesa muy bien ordenada, y en un trozo de cartón o de servilleta anota, con buena letra, nuestro nombre de pila (¿para qué el apellido?, no puede haber tantos Juanes) y el teléfono, para posibles incidencias.

El caso es que sales de allí con una sensación de familiaridad que hace que te quedes más tranquilo, y al mes y medio, después de alguna llamada para ajustar los términos de la transacción (es que tenías los amortiguadores que no veas), cuando vas a por el coche y abonas la ajustada factura, (yo como tú quieras si te parece mejor lo hacemos sin IVA) increíblemente te quedas satisfecho, todo se ha ceñido al guión, no han sido más que un montón de generalidades.

martes, 1 de febrero de 2011

El olvido

¿Y si las palabras que te escribí acabaran perdiéndose?
¿Y si el árbol que plantamos juntos se secara al fin?
¿Y si no te quedara en la piel ninguna huella de los besos que te di?
¿Y si mi pelo no recordara el fulgor de tus caricias?
¿Y si nuestras mañanas no detuvieran nunca más el tiempo?
¿Y si las doce nunca dieran en ti?
¿Y si acabáramos falseando nuestras sonrisas?
¿Y si el “qué tal” no saliera de dentro?
¿Y si olvidáramos nuestros teléfonos por no llamar nunca?
¿Y si nuestro tren no volviera a pasar?
¿Y si la bajamar lavara nuestros abrazos?
¿Y si la muerte no se acordara de mi?

Pianista

Sentado al piano, con la memoria ajada y los dedos entumecidos, empezaba otra jornada. El sabor del coñac le dejaba ese regusto por la libertad que siempre impulsó su ánimo, le traía vientos de París, del barrio latino, y del Café de Flore, de sus primeros días frente al público, tras el piano, dando marco a encuentros furtivos, despedidas, abrazos, homenajes.
Otra vez la misma melodía, Claro de luna,  con la que empezaba su jornada desde hacía más de treinta años, músico de diario, sin pretensiones, mas que ambientar estados de ánimo. Los clientes a veces le pedían fragmentos, no de piano, sino de sus vidas, en sus ojos se veía la nostalgia por volver a vivir en sus recuerdos, transportados por las notas que arrancaba, lentas, de aquel viejo Steinway. A él le agradaba, era como poseer una pequeña máquina del tiempo, en la que se pudieran seleccionar instantes dulces, pasarlos por la criba del corazón.
Tarde tras tarde llegaba puntual, tocaba de siete a once con quince minutos de descanso que aprovechaba para tomar su coñac y fumar, siempre tabaco negro, rutina, oración, presente.
No sabía hacer nada más, su vida siempre fue por y para la música, por y para sus oyentes, terapeuta de salud frágil y ojos enrojecidos. Sigue tocando, se decía, es lo que te hace sentir vivo, sigue tocando.