jueves, 3 de febrero de 2011

Trece

El señorito paseaba por los viñedos a lomos de su caballo negro sin reparar en nada más que en sus propios pensamientos, aquí y allá jornaleros recogían la uva con maestría, rapidez y sutileza.

Amanecía septiembre y el trabajo se repetía como tantos años atrás. Manos descarnadas, riñones doloridos y caras cuarteadas por el sol mezclándose con sudor, sangre y tierra seca, la misma tierra que ese año prometía una cosecha excelente.
Joaquín, el hijo pequeño de Dolores se estrenaba en la vendimia y estaba ilusionado, por fin era alguien importante, llenaba los canastos de mimbre más lentamente que otros chicos de su edad pero con un cariño mamado desde la cuna, “la uva”, le repetía siempre su madre, “es nuestro sustento, hace posible que tengamos un techo donde cobijarnos y alimentos que llevarnos a la boca, no lo olvides nunca hijo mío” , Joaquín era aún un crío, pero no era un tonto, y mimaba los racimos como le habían enseñado.
Ensimismado en su tarea salió hacia las carretas para vaciar su treceavo canasto del día con una sonrisa que le hacía parecer indestructible.

Pero no lo era.

Era sólo un niño, y su cuerpo se quebró con facilidad cuando, por un descuido se metió entre las patas del caballo del señorito; éste, asustado se encabritó y levantó los cuartos delanteros golpeando fuerte en la cabeza al niño, que cayó al suelo sin ruido, con un grito sordo de los compañeros que vieron la escena.

Dolores llegó corriendo por el camino, ahogando el llanto, rezando a cualquier Dios que pudiera devolver el aliento a su hijo. Odio ahogado, cabeza en su vientre, manos en la cara, pero Joaquín no se mueve, los ojillos aún abiertos, su corazón parado y en su rostro una sonrisa, ahora macabra mueca, por entregar su treceavo canasto.

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