lunes, 21 de marzo de 2011

Macondo

Madrid pide guerra, el sol se extingue por debajo del olor a gasolina y a alquitrán, anochece y no me apetece salir.
Tumbado observo el techo blanco y sigo el devenir pausado de una araña, una de esas de cuerpo diminuto y patas alargadas.
La luz muere por los ventanucos de mi buhardilla, dos antiguos trasteros unidos sin pudor por mi casera, la señora Franchi, la mohosa señora Franchi, -una ganga, decía.     -una mierda, pienso yo.
La cama es una estufa en verano y un iceberg en invierno, no hay términos medios, Aristóteles no existe.
El zulo tiene un toque bohemio, no hay mucha luz, montones de comics y libros yacen apilados por cualquier rincón, la ducha me obliga a tomar ángulos cercanos a los noventa grados y el frigorífico parece sacado de la casa de la pradera.
“Es mi castigo” – pienso, me lo merezco por dejar a mi parte racional hacer de las suyas y abandonarme al tedio, es mi frontera entre lo humano y lo divino, mi daño colateral, mi grano en el culo.
Las once, dos horas en un suspiro, me acerco a la cocina y preparo un manjar , media lata de espárragos secos con salsa de tomate, joder, “caprice des dieux”
Vuelvo a la cama, la araña sigue ahí, quieta, parece que me observe, si es que algo tan minúsculo tiene ojos.
Necesito salir, claustrofobia, ansiedad, delirio, necesito escapar.
Estiro el brazo y encuentro mi salida....
Los Buendía, Macondo de nuevo, estoy salvado.

“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.”

Gracias Gabriel, arcángel.

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