jueves, 31 de marzo de 2011

El molino

El abuelo Paco vende el molino, y me ha pedido consejo para ponerle un precio. Parece sencillo, no lo es.
El molino del abuelo es de agua, con un cortijo a su lado, como los llaman por allí. Para llegar no sirve el coche, el único camino que desemboca en el río es de pastores, y está a más de dos kilómetros de la carretera del pueblo.
Las aguas que mueven el viejo mecanismo son limpias y cristalinas, de las sierras de Granada, se puede beber en ellas y la humedad reinante ha hecho verde todo lo que rodea al molino, verde la pradera donde pastaba antaño el ganado, verdes los márgenes del arroyo, verdes los recuerdos de la finca.
En verano enfriábamos las botellas en el agua, y la familia se reunía en torno a una mesa siempre bien repleta de comida, allí se debatía, entre otras cosas, el futuro de mi mundo, el que recuerdo, el que añoro.
Todavía si cierro los ojos algunas noches puedo oler el serrín que inundaba el taller del abuelo, que era carpintero. Allí jugábamos entre sillas, molduras y mesas camilla e inventábamos universos fantásticos en los que perdernos, universos en los que no había prisa, ansiedad ni responsabilidad de ningún tipo, los primos jugábamos a indios y vaqueros, al escondite, a las mamás y papás, al mercado.
Y por la noche, con el barullo del campo en el ocaso, llegaban las risas en las habitaciones que crujían como si se fuesen a derrumbar, las historias de miedo, los secretos y los sueños de futuro.

¿Cuánto cuesta todo esto? Hoy, plantado frente a mi abuelo dudo mucho al dar una cifra, me cuesta transformar en plata mi niñez, cuantificar las ilusiones y las alegrías de un niño que creía estar en el paraíso cada vez que llegaba el verano.

No puedo, abuelo Paco, no me lo pidas, no puedo valorar algo que, de poder volver a vivirlo, haría que desease haber nacido de nuevo.

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