martes, 18 de enero de 2011

Etiquetas

En el país de las etiquetas siempre hay trabajo; el paro no existe, ya que todo el mundo se afana en buscarle un nombre a las cosas.
Cuando dos personas se miran cómplices, pasean juntos y comparten cama se les llama “enamorados”, cuando esto se acaba, se llama “ruptura”.
Hay también un algo intangible, fresco y muy luminoso al que etiquetaron como “esperanza”, y unas barreras oscuras que bautizaron como “miedos”.
Las personas también se etiquetan, cuando tienen mucho dinero y no se miran al espejo antes de salir de casa son “extravagantes”, si hacen lo mismo sin dinero son “horteras”, cuando vienen de fuera son “extranjeros” y éstos, a su vez, se subdividen en varias categorías, todas muy respetuosas: “negros”, “chinos”, “moros”, y una, que no llego a comprender aún; “panchitos”, siempre los confundo con los cacahuetes fritos.
Si alguien no está en los estándares de la línea actual está “gordo” o “anoréxico/a”, y si tienes mucho éxito gracias a tu trabajo te suelen llamar “afortunado”.
Es tanto el tiempo que la gente pasa buscando etiquetar el mundo que muchas veces se olvidan de vivirlo, es como un quiero y no puedo, un intento de catalogar algo que nunca van a poder disfrutar. Es muy corriente que te pregunten sobre “el amor”, “la amistad” o “la dicha”, pero muy raro ver que alguien realmente lo viva.
Yo, en la búsqueda de mis “axiomas”, hace un tiempo que emigré del país de las etiquetas, y me empeño en encontrar otro lenguaje, empeño inútil, tal vez, pero mío. Ya no persigo el nombre de las cosas, creo que no sirve de nada, simplemente intento experimentarlas.
Es, como dirían mis antiguos vecinos, una forma de vida “excéntrica”.

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